Negro

Cada día, al despertar, abro los ojos y suspiro.

Últimamente lo hago mucho. Suspiros. Muchos.

Tengo en el pecho una presión, una lucha interna conmigo misma. Me enfado conmigo por no ser más fuerte, por haber tenido que amarrarme a los tranquilizantes y no poder responder con desdén a las agresiones.
Dos semanas. Dos semanas aguantando en el trabajo como una imbécil, amenazas e insultos. Nunca nadie antes se refirió a mí en términos de este tipo, nunca nadie me gritó ni me vapuleó, y mucho menos en un despacho de trabajo, en una empresa, delante de otros trabajadores, con el apoyo de la propia jefa.

Nunca antes había topado con personas de esta calaña, atacándome de dos en dos y sin permitirme responder a las infamias. Nunca antes golpearon mi dignidad de este modo. Y lo peor: yo lo permití.

Estoy en casa. No saldría de la cama. Pero el fantasma gigante de la burocracia me guiña el ojo desafiante y se multiplicaron los problemas. Justo en estos instantes de debilidad, cuando me siento como una niña que ha consentido el maltrato, tengo que reaccionar y moverme: médicos, papeles, bajas, psiquiatras.

Javi se ha convertido en mi brazo derecho, nuestra relación se ha hecho más fuerte. Es en momentos de crisis cuando se pone a prueba también el amor y se ponen las cartas sobre la mesa. No es que me apoye, es que es, junto con mi familia, la motivación de mi vida, la personita que me empuja a no quedarme en un rincón lamentándome.

Poco a poco, empezará a desaparecer el negro y vendrá el gris y luego todo blanco, al despertar, de la niña vulnerable que soy quedará el recuerdo. Y todo esto habrá servido para ser más fuerte y mirar la vida con los ojos aún más abiertos por la desconfianza.